BIENAVENTURADOS TODOS LOS SANTOS


Sorprendentes y deseadas, admiradas y difíciles de cumplir, las bienaventuranzas son una buena noticia, una proclamación del evangelio. Sin duda alguna, cuando las pronunció Cristo por primera vez causaron estupor. Irritación en los ricos, apegados a sus yuntas, casas y campos, poco disponibles. Admiración en otros, en los pobres, hambrientos de espíritu, a saber: de justicia, honradez, trato humano, intención recta, veracidad, perdón y paz.
La Iglesia proclama hoy las bienaventuranzas en todos los rincones del mundo donde se reúnen cristianos. En nuestros días hay dichosos y bienaventurados porque, aunque escondidos o inadvertidos, hay humildes con corazón generoso, afligidos que comunican paz, justos que padecen violencias sin odios o rencores, artesanos de la paz, valientes que sufren incomprensiones y malos tratos.
El evangelio recuerda hoy el amplio número de bienaventurados que llamamos santos, sin corona tal vez y sin altar, simples y pobres, con un amor fraterno responsable.
La santidad renace siempre bajo nuevas formas. No es una virtud que resulta insuficiente cuando se prueba, sino que no se prueba porque resulta dura. Es exigente la santidad porque lo es el Espíritu de Dios, al que el Nuevo Testamento repetidas veces llama santo.

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